Pablo Paniagua - Escritor
Literatura Indie*

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NADINE (algo más que una novela porno)

 

1.
        Dicen que para escribir una novela es fundamental empezar con una buena frase, y no sé si la anterior lo será; luego, hay que sorprender al lector con una imagen determinante, algo así, por ejemplo, como la oreja recorrida por hormigas en aquella película de David Lynch que lleva por título Blue Velvet. En la búsqueda del equivalente me voy a un pene cercenado que encontré, en un solitario callejón, cuando caminaba de noche por la ciudad. Al verlo no lo podía creer. Estaba arrugado pero se distinguía perfectamente por su glande. Lo inspeccioné, asombrado y con cierta repulsión, volteándolo con la punta del zapato. ¿De quién sería ese miembro ya no tan viril? ¿Cuál el pobre desgraciado? Sin un propósito establecido lo recogí, utilizando una bolsa de patatas fritas que se hallaba tirada junto a mí. ¿Por qué decidí recogerlo y después guardarlo en el bolsillo de mi gabardina? Podía haberlo dejado donde estaba o pisotearlo contra el suelo. Ni siquiera en ese momento lo pensé, fue un acto motivado por la curiosidad, no sin cierto morbo, por ser algo tan importante como para dejarlo ahí tirado, más cuando su dueño, de estar vivo, lo echaría de menos.
        Aquí parece que la historia nos muestra la puntita del iceberg: ese pene cercenado del cual no sabemos su procedencia: ¿De quién será? ¿Por qué se lo habrán cortado? ¿Quién o quiénes serían capaces de hacer algo semejante? Un sinfín de recursos a desarrollar para, poco a poco, ir dando forma a esta novela. Pero bueno, prosigamos con la narración de los hechos y no con los comentarios sobre ella.
        Reinicié la marcha, no sin antes comprobar si alguien me había visto. No reparé en la presencia de nadie. A pesar de no ser un pene muy grande sentía su peso en el bolsillo. No sé cuánto hubiera medido en óptimas condiciones, quizá catorce o dieciséis centímetros, no más; aunque, según las estadísticas, ¿cuál será el tamaño promedio del pene humano? Según dicen las malas lenguas el promedio del japonés es de doce centímetros y medio, y el que tenía en el bolsillo no era ni de negro ni de japonés. No sé si me estaré desviando, a juicio de los técnicos en narrativa novelada, de lo que supone una historia de suspense o del género negro, por detenerme a comentar cuestiones paralelas de la trama, aunque siempre relacionadas con el objetivo que las motiva: ese pene cercenado de tamaño mediano que ahora, como señalaba, sentía con peso ligero dentro del bolsillo de la gabardina. Tal vez debiera hacer una descripción más completa de ese trozo de carne, de la primera impresión visual que me causó, aunque todos podemos imaginarlo, más cuando dije que estaba arrugado y se distinguía perfectamente por su glande. Si añadiera algo sobre su color, su imagen aparecería de forma más precisa, pero ya dije que no era ni de negro ni de japonés, lo cual reduce su rango cromático. De la bolsa de patatas fritas debo agregar que era de marca comercial, cuyo nombre omito para no hacer propaganda gratuita. Algunos pensarán, en este punto, que me adentro en los pedregosos terrenos de la retórica, un riesgo evidente para toda novela, más cuando está en sus inicios y hay que ir directo al asunto para enganchar al lector; pero debo advertir, también en este punto, que esta novela no es normal ni mucho menos pretenda ser un best seller.
        Ya descubrí una carta más que, por cierto, me saqué de la manga como si fuera un escritor tramposo, y aquí regreso al dato de las tramas paralelas: una que narra la historia y otra que la comenta. Quizá ya hablé demasiado, pero así soy de inútil al mostrar una parte de lo que está por debajo del iceberg, aunque el lector observador ya se habrá dado cuenta, con anterioridad, de este detalle, y me refiero al hecho de la estrategia narrativa y no al comentario sobre los futuros comentarios, por mucho que me aparte de la trama: de ese pene que sentía con peso ligero en el bolsillo de la gabardina. ¿Qué sería mejor? ¿Cuál el siguiente paso? Lo más acertado, pensé, sería meterlo en un frasco con alcohol para conservarlo en mejores condiciones y, a la vez, poderlo observar.
        Ya en mi departamento, tras haber comprado en la farmacia un litro de alcohol, me entretuve lavando un frasco de mermelada, y ahí lo metí. Flotaba estático entre hilillos de sangre y lo puse como objeto decorativo encima del televisor, que a continuación encendí para escuchar las noticias y comprobar si, por casualidad, informaban sobre la aparición de un cuerpo con el pene cercenado. Nada se dijo después de atender a varios noticieros. Supuse que aún no habrían descubierto el cuerpo, a no ser que el infortunado estuviera vivo, ya fuera en una habitación de hospital o en un oscuro cautiverio. Toda una incógnita sobre el dueño de ese pene que permanecía dentro del frasco de cristal y encima del televisor, tiñendo el alcohol de rosa transparente. Por la mañana le cambiaría el líquido para verlo mejor. Tenía hambre y me dirigí a la cocina, directo al frigorífico. Al abrirlo no había gran cosa. El encuentro fortuito con el pene me retrajo de todo cometido doméstico y se me olvidó comprar algo para la cena, pues ahora sólo tenía a la vista una salchicha de Frankfurt, de tamaño grande, y un par de huevos. Era demasiada coincidencia. No me apeteció tal menú y por eso decidí salir de nuevo hacia la calle.
        Dentro del ascensor, con las manos en los bolsillos de la gabardina, pensaba en el pene dentro del frasco con alcohol y se me figuró, entonces, a un pez en una pecera. La similitud me hizo aflorar una sonrisa, pero como referencia y relación estaban la salchicha y el par de huevos. Todo hombre dispone de un pene para satisfacer sus necesidades, ya sean de orden fisiológico o de otra índole, como mear, masturbarse, copular con fines placenteros o para la procreación y permanencia de la especie humana, y desde mi punto de vista no podía imaginar mi vida sin él, a no ser que decidiera cambiar de sexo, que no era el caso.
        Cené una hamburguesa con queso, pepinillos rebanados, un toque de mostaza y patatas fritas, y al terminar, mientras fumaba un cigarrillo, aún seguía pensando en el pene que estaba dentro del frasco y encima del televisor (y perdonen por repetirme tanto con dicha imagen), que de repente amenazaba con transformar mi vida, sugestionado con él y sus circunstancias. ¿Qué razón se ocultaba en mi subconsciente por haberlo recogido? ¿Debería acudir a la policía? Eso ya era imposible habiendo manipulado la prueba principal. Aquí aparece la causa que complica la historia para conducirla hacia otros derroteros, pero ahora, también, necesito a un personaje que intervenga en los sucesos por venir para abrir el abanico de posibilidades.
        Al regresar hacia mi casa observé a la distancia, en la entrada del edificio, a un hombre ataviado con una cazadora negra entallada, que fumaba un cigarrillo. Al aspirar un fulgor incandescente iluminó su rostro para permitirme apreciar sus rasgos. ¡Era muy parecido al Frank Booth de Blue Velvet, a ese Dennis Hooper inigualable en su papel de malvado! ¿Y si él me hubiera visto recoger el pene? Era mucho riesgo y decidí caminar hacia otro lugar. Ahora me sabía cómplice indirecto de una castración, factor en una historia que se complicaba. En el acto de toda castración hay algo violento y obsceno, que me arrastraba bajo el peso de la imagen hipnótica de ese pene cercenado.
        A este nuevo personaje le llamaré Frank, sin pretender, desde luego, por eso de los derechos de autor, que sea el mismo que Dennis Hooper interpretó como el mejor malvado de la historia del cine. Ya tengo la guía, la conexión con el crimen y, quizá, al autor del mismo, mientras yo continuaba sin saber, en realidad, la implicación de dicho personaje en los hechos o si era nada más una sospecha o un presentimiento, pero aun así, sin estar del todo seguro, el miedo y la precaución me impidieron regresar al departamento. De pronto me asaltaba la angustia y volvía a preguntarme: ¿Por qué lo había recogido? ¿Por qué fui tan morboso? ¿No hubiera sido mejor pasar de largo o llamar a la policía?
        Ahora ese pene y yo estábamos unidos bajo un mismo destino, bajo la sombra de la incertidumbre. No tuve más remedio, consumido por el miedo, que caminar de noche por las calles sin dejar de pensar en mi infortunio, bajo el predominio de un símbolo ineludible.


2.
        Cualquier lector, más o menos informado, se dará cuenta de ciertas influencias kafkianas en el inicio de esta novela, donde todavía no conocemos el nombre de un protagonista incapaz de llegar adonde quiere, como sucede en El Castillo, o por entrever un laberinto de problemas en el que se ve de repente inmerso, como en el caso de El Proceso, salvo que en esta novela aún no sabemos si toda la causal está en la mente del protagonista o si obedece a unos hechos que de manera directa influyen sobre él, cuando, por ahora, tan sólo constituyen una probabilidad.
        Un escritor se aventuró a dictar las reglas para la supervivencia de la novela, y voy a demostrar, con ésta, lo errado de tales indicaciones, aunque cumpla inevitablemente con algunas, cuando mi propósito sería destruir todas las estrategias narrativas de la novela del futuro. La creación, en sí, no admite barreras que coarten la libertad, y esta novela, que de hecho tiene dudosas pretensiones de ser la mejor del mundo, no posee planificación y constituye un intento de antinovela. Pero ahora debo proseguir, en tan incierto camino, con la narración de los hechos para que la alternancia de los comentarios con lo acontecido tenga su razón de ser.
        Me senté en el banco de un parque. Hacía frío. Encogido dentro de la gabardina miraba las luces de los edificios que contrastaban, por lo alto, con el espesor opaco de los árboles. Por ahí, debajo de otro banco, dentro de una caja de cartón, dormía un pordiosero. Así es de variada la especie humana y no en cuanto a su género (donde hay hombres, mujeres e intermedios) sino por las diferentes categorías sociales, cuando ese pordiosero pertenecía al estrato más bajo, aunque, viéndolo de otra manera, con más libertad: no trabajaba y el cielo era el techo de su hogar y quizá fuera feliz así, que a final de cuentas es lo que importa. Pero de pronto percibí unas sombras en movimiento y escuché unas voces. Era un grupo de jóvenes con chamarras ajustadas, botas de militar y alguno de ellos con la cabeza rapada (con esta descripción, que ya es lugar común, podrán imaginar lo que sucederá –es que tengo muy poca imaginación–). Se acercaron al banco donde dormía plácido el pordiosero, y ahí le tundieron a patadas. Me levanté sigilosamente, sin que ellos se percataran, para esconderme tras unos arbustos. Parecía que le rociaban con algún líquido mientras le insultaban y escupían. Le prendieron fuego. Gritaba como un animal desesperado, con espeluznantes alaridos, manoteando y pateando el suelo entre convulsiones, con el fondo de las carcajadas de los agresores que rápido desaparecieron del lugar. La antorcha humana cesó en sus movimientos, y yo, con el miedo acrecentado, también me retiré.
        Esa escena, por lo menos, apartó por unos instantes mi centro de atención: ese pene cercenado que estaba dentro un frasco con alcohol y encima del televisor. Pero la paranoia, ante tal demostración de violencia, se apoderó de mí. ¡Tenía que deshacerme de ese trozo de carne! ¡Tirarlo cuanto antes por el retrete! Además estaba muy cansado y no era capaz de ordenar los pensamientos, así que decidí regresar hacia mi casa sin perder un segundo más, con la esperanza de que Frank se hubiese marchado.
        Él ya no estaba por las inmediaciones, pero en su lugar las luces de tres patrullas policiales giraban a las puertas del edificio. No me acerqué demasiado, pero lo suficiente para ver a un detective portando una bolsa de plástico con un frasco de cristal y un pene en su interior. Sentí un escalofrío descomunal, cierto mareo, un vacío en el estómago, y me arrepentí como nunca de haberlo recogido, y más por meterlo en un frasco con alcohol y ponerlo, sin ningún recato, encima del televisor. Todo ello me haría ver, ante la policía, como un auténtico psicópata. Estaba totalmente perdido: era el sospechoso número uno. 
        Ya le di una vuelta a la historia para complicarla aun más; así es como se hace, según indican los expertos, en toda buena novela del género negro, que no sé si ésta lo será. Una maniobra a tener en cuenta dentro del guión, para que no digan que rechazo todos los consejos, aunque éste sea de carácter clásico, dentro de la estructura lineal de esta novela; aunque algunos, como Roberto Bolaño, también condenan la linealidad narrativa para poder estar en el futuro. No sé, a este respecto (y perdonen el abuso con los adjetivos demostrativos y otros pronombres), si los comentarios realizados al margen de los hechos, que son para completar su sentido y explicarlos, llegarán a ser un quiebre en la estructura lineal de esta novela, aunque de algún modo, con dicha artimaña, yo ejerza como crítico de mi propia obra. ¿Cuándo me surgió la idea? No lo sé, quizá cuando estaba en la ducha o sentado en el retrete, pero el caso es que ahora no podía quedarme ahí parado y me alejé, por segunda vez, del lugar. Ya no era una recreación de mi mente, un impulso paranoico, sino una injerencia exterior sobre mi persona. Debía hallar la solución, pero no se me ocurría nada. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? Por lo menos, tenía mi pene entre las piernas y no me habían prendido fuego unos neonazis. Eso era mejor que nada. 
 
 
 

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